Besó sus pezones erectos, la miró tierno a los ojos y le sonrío aun insatisfecho, otorgándole unos minutos para que ella se recuperase, antes de volver a amarla. Salió del interior de la mujer, notando como su endurecido pene resbalaba entre las anegadas carnes de un cuerpo que lo enloquecía.
Acarició con infinita dulzura una piel blanca, suave y tersa sobre la que se reflejaba el fuego de un hogar bien dispuesto. Deslizó despacio sus manos por un sexo completamente rasurado que un ángel le ofrecía ávida de más mimos. Introdujo con extrema delicadeza su dedo corazón en la sonrosada y húmeda antesala del placer y buscó un clítoris interno, excesivamente tímido que se empecinaba en ocultarse, mientras la mujer arqueaba las caderas y gemía de nuevo. Localizado el objetivo, bajó su boca hasta el mismo y una lengua traviesa inició la danza del amor haciendo que un sueño de ojos negros alcanzase el punto de no retorno en su viaje a nubes de vivos colores. Justo en ese momento el hombre se detuvo, la observó divertido componiendo un mohín de disgusto y se alzo en pie.
Se dirigió hasta la cesta de esparto que contenía los troncos de leña que alimentaban la chimenea y dispuso dos más entre las brasas, manteniendo viva la llama que endulzaba la noche. Rellenó las copas de La Grande Dame, levantó su cáliz y ella le correspondió.
“Por la pasión” -dijo- y brindaron, antes de volverse a amar.